
Julia y Rose viven con su padre, el austero Henry Drayton, en una casa aislada y solitaria, un lugar en el que antes sólo había arena. Para escapar del opresivo ambiente, las hermanas se someten al recuerdo constante de una madre ausente, Sabina, en busca de refugio y sosiego. En esta relación triangular incide Ismail, un atractivo seductor, inquietante y angelical a lavez, hipotético fruto de una relación paterna extraconyugal.
La morada familiar, azotada sin cesar por los vientos africanos, sólo tiene por horizonte una ciudad caótica y sucia. Un laberinto por cuyas angostas callejuelas, Julia, la menor de las hijas y eje de la narración, intentará escapar de la presencia subyugante de su padre y de una monotonía existencial quetranscurre sin visos de cambio.
En Las hijas de Sara, Pilar Adón explora con extraña sensibilidad un mundo de relaciones familiares envenenadas y de sentimientos cautivos. Una tramaintrigante en la que se entrecruzan la desolación frente al miedo, los deseos insatisfechos de una vida desperdiciada, la lealtad y el engaño, la humillación y la muerte; pero dejando un margen a la esperanzadora rebeldía que permita escapar a la miseria vital reinante, aunque sea por el resquicio de dejarse arrastrar por los recuerdos luminosos o los sueños que podrían hacerse realidad. Con una prosa sensual no exenta de lirismo, sembrada de reflexiones y sustentos culturales, Pilar Adón maneja con sutil maestría y precisión los mimbres de una historiade tintes bíblicos que nos adentra en la esfera vertiginosa de las prisiones sentimentales.

Cuando al cabo de un año regresé finalmente a Mataró y pude visionar todas aquellas horas de cinta, me di cuenta de algo que, en el fondo, ya sabía: no era capaz de utilizar una cámara con solvencia. Mi mirada era demasiado trémula y caprichosa en aquellas imágenes; la mirada era más firme, estaba mejor enfocada en mis apuntes escritos. Había visto muchas películas y había estudiado lenguaje audiovisual, pero eso no era suficiente para que mis tomas fueran aprovechables.
No obstante, con la ayuda de Javier Roldán, un amigo artista a quien conocí de niño en El Carrilet –la guardería de nombre móvil, de Rocafonda, que ahora es una frutería– montamos el documental “En la boca”, que vieron una decena de amigos y familiares, antes de ser condenado al ostracismo en el cajón del mueble del televisor.
Mientras tanto, la idea de contar mi experiencia en La Boca iba formándose. Por teléfono, por e-mail y por otros lazos que no son tecnológicos seguía en contacto con los protagonistas de mi proyecto. De vez en cuando tomaba notas, miraba fotografías, leía sobre el barrio que, durante algunos meses, fue un poco mío. Incluso llegué a escribir una crónica breve sobre mi experiencia en La Boca, sobre el teatro, sobre las máscaras de la emigración. Al releer ese texto, que constataba un olvido progresivo (cada día que pasa pierdo algún detalle de todo lo que viví allí) me di cuenta de que me había equivocado en la elección del lenguaje. Que mi forma primera de expresión es la escritura. Con las palabras del documental audiovisual y con las del escrito empecé a experimentar otro lenguaje: el que aquí cristaliza.
“En La Boca” –me di cuenta– tenía un eco de Chatwin. La crónica breve se llamó “En La Boca no”: contra el documental frustrado; contra cierta tradición de relatos de viajes; contra mí mismo: para eso escribo. El texto que ahora [entonces] prologo quiere ir más allá, ser una re-construcción, un ejercicio de bricolaje, algo más.
Me percaté de todo ello en Berlín, en la esquina de la Ackerstrasse con la Torstrasse, es decir, en el aquelarre de la calle del Campo con la calle de la Puerta. En una frontera. El barrio de los viejos graneros, donde los judíos que llegaban del Este se asentaban en la precariedad antes de tener acceso a un hogar digno, intramuros. Joseph Roth denunciaba en sus crónicas que la política oficial, en cambio, pretendía que se quedaran allí definitivamente, en las orillas de la urbe.
Llevaba ya dos semanas en aquella habitación alquilada cuando tomé conciencia de dónde estaba. No sólo respecto a Berlín: también respecto a Mataró, mi ciudad de origen, y respecto a La Boca, Buenos Aires. No sólo –de hecho– en referencia a lugares físicos, sino también a otras coordenadas, abstractas, como la memoria, el margen, el relato, la periferia, la escritura. Me situé. O creí situarme, provisionalmente, en la estabilidad relativa que permite recrear.
Entonces decidí escribir –de una vez– este relato.

Últimas cartas a Kansas tiene mucho de road movie versificada y el lector se va a dar cuenta de que la poeta domina el género: no en vano nos envía cartas, cartas a un pasado mientras ella programa su huida («Caminamos/ hasta encontrar nuevos carteles/ y nuevos tipos de cerveza, nuevas/ paradas de autobús y otras caras/ que no supieran nombres antiguos»), aunque todos los neones de una nueva ciudad, de una nueva vida que se busca con alevosía si bien se sabe que lo lógico es la añoranza —dueña y señora, en el fondo, de todos los momentos bajos— no evitan que a veces se cuele el echar de menos «a los monstruos/ cuando dejan de vivir/ debajo de la cama».
Pocos viajes se hacen en soledad y mucho menos este que nos ocupa y que tiene por argumento abrazar otra vida (quizá decir: otros cuerpos). Tal vez si Últimas cartas a Kansas no es un libro enteramente triste es porque la voz que nos escribe no se ha lanzado al camino sin un cuerpo ajeno por refugio. Es obvio que la mitad de crecer es abandonar la individualidad infantil para necesitar desesperadamente la compañía de los otros y este conjunto de poemas no está al margen de esa percepción.
He escrito antes road movie y puedo añadir que si algo caracteriza la poesía de Sofía Castañón en sus dos primeros libros es, entre otras cosas, la gran potencia de las imágenes que invoca, el buen uso que hace de esa cámara (verbal, en este caso, si bien profesionalmente ella compagina la escritura con la producción audiovisual) que apunta directa a donde duele, a donde impacta, dotando de un significado renovado a ese montón de palabras sencillas que emplea, pues más de una vez ha dicho esta poeta que no le interesa sacralizar el lenguaje para apartarlo de las cosas que importan.
Las mitologías próximas, como este Mago de Oz revisitado, corren el riesgo de lo obvio y de no saber hacer de ellas nada nuevo. Creo que no sucede así en este viaje, donde la referencia se ha tomado de modo integral y Sofía Castañón ofrece otra lectura global y propia a la que no le falta coherencia; no en vano termina explicando que «con la vida/ en una caja de latón/ me alejo de casa». Y esa vida tiene forma, tal vez, de corazón que late, tic-tac, y que acompaña.
(Alba González Sanz - La tormenta en un vaso).
Pocos viajes se hacen en soledad y mucho menos este que nos ocupa y que tiene por argumento abrazar otra vida (quizá decir: otros cuerpos). Tal vez si Últimas cartas a Kansas no es un libro enteramente triste es porque la voz que nos escribe no se ha lanzado al camino sin un cuerpo ajeno por refugio. Es obvio que la mitad de crecer es abandonar la individualidad infantil para necesitar desesperadamente la compañía de los otros y este conjunto de poemas no está al margen de esa percepción.
He escrito antes road movie y puedo añadir que si algo caracteriza la poesía de Sofía Castañón en sus dos primeros libros es, entre otras cosas, la gran potencia de las imágenes que invoca, el buen uso que hace de esa cámara (verbal, en este caso, si bien profesionalmente ella compagina la escritura con la producción audiovisual) que apunta directa a donde duele, a donde impacta, dotando de un significado renovado a ese montón de palabras sencillas que emplea, pues más de una vez ha dicho esta poeta que no le interesa sacralizar el lenguaje para apartarlo de las cosas que importan.
Las mitologías próximas, como este Mago de Oz revisitado, corren el riesgo de lo obvio y de no saber hacer de ellas nada nuevo. Creo que no sucede así en este viaje, donde la referencia se ha tomado de modo integral y Sofía Castañón ofrece otra lectura global y propia a la que no le falta coherencia; no en vano termina explicando que «con la vida/ en una caja de latón/ me alejo de casa». Y esa vida tiene forma, tal vez, de corazón que late, tic-tac, y que acompaña.
(Alba González Sanz - La tormenta en un vaso).

A finales de los 60 el Loco Larretxi está a las puertas del campeonato mundial de boxeo y vive con Margot Gris una historia de amor violenta y misteriosa; junto a ella, Larretxi asistirá al nacimiento del Manifiesto Psiconauta, probará la absenta, derrotará a medio mundo, viajará por él, luchará contra sus propios miedos... Su relación tiene lugar en los años de la psicodelia, la enfermedad mental, las drogas, el silencio... El relato de sus vidas se entrelaza con el de Thor Heyerdahl, que recorre el pacífico en una balsa precolombina; el de Milmam Parry, que busca en Yugoslavia a un Homero de nuestro tiempo; el de Harold H. Gardiner, el escalador de rascacielos conocido en Norteamérica como la Mosca humana; el de Roald Amundsen, a la conquista del Polo Sur... Y todos estos relatos desembocarán en una persecución por Europa del rastro de la pareja, en un recorrido fantasmal por algunas ciudades que hacen del libro una “anti-guía” de viajes contada desde el punto de vista de uno de los personajes. Escrita con un estilo rabiosamente actual.



Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero. Autora: Inma Luna. Baile del sol.
(Dante Medina).

Es la de Lauren Mendinueta una voz poética singularmente madura y reflexiva, en inevitable contraste con la juventud de la autora. Sin duda, lo que llama más la atención en ella es la búsqueda incesante del rigor lingüístico y de la claridad de expresión, la cuidadosa huida del desbordamiento sentimental y de las imágenes difícilmente visualizables. Estos rasgos ya son suficientes para hacerla destacar en el ámbito de la poesía latinoamericana contemporánea y, desde luego, en el de la poesía femenina en lengua española, donde la sobriedad elocutiva y el control del discurso en aras de un equilibrio razonable entre comunicación y efusión lírica son algo excepcional.
(Jon Juaristi).

La realidad no es simple. Es un prisma de infinitas caras que muchas veces se enfrentan de manera ridícula, en ocasiones se complementan mediante vínculos sorprendentes y muy raramente se reconocen unas en las otras. Es decir, la realidad se define por lo fragmentario. Lo que equivale a decir que es indefinible. Lo que equivale a decir que nada es totalmente verdad. Lo que equivale a decir que nada es verdad. Ni siquiera los datos fríos y precisos. Para colmo, los tentáculos de internet son ágiles y sibilinos. Pertenecen a una bestia que dejó de estar domesticada hace tiempo. Su voracidad siempre será mayor que la de los ingenuos que entran mansamente en sus dominios. ¿Y cuáles son sus dominios? El mundo. Así, se desliza la existencia mansamente por las páginas de un blog mientras Irak es bombardeado una y otra vez. Lo que no es nuevo. Lo que no es contemporáneo. Los virus inundan las calles tanto como las memorias de los ordenadores. El terrorismo también es un virus. Por otra parte, el sexo existe, detrás de tanto velo, tanta mistificación, tanta transparencia. Sí, por encima de todo, el sexo existe más allá de lo que nos dejan ver. Y existen las personas, aunque a veces surja pertinaz la duda. Sí, existen, no estoy equivocado. Creo. El suicidio es una salida, eso es inexcusable. Otra salida es dotar de poesía a la vida, a las pequeñas acciones de cada día (las grandes démoslas por perdidas, porque no nos interesan y carecen de ella por naturaleza). Sí, quedan innumerables parcelas de contemplación creativa, tanto serena como furiosa, pero sobre todo quedan incontables maneras de darle forma. Porque no hay una misma ola en el mar, ni una única persona que la mira, ni un momento definido para acercarse a ella.
Todo esto, lo vuelca Nacho Montoto en Binarios, el mejor ejemplo que se me ocurre de lo que puede ser una novela poética del siglo XXI. Para conocer historias detalladas y personajes (quién ama a quién, dónde trabaja esa prostituta, por qué vive ese anciano en la calle, cómo se convirtió esa terraza de un bar en un lugar tan temido, de qué manera una beca Erasmus cambió esas vidas) sólo hay que acercarse a sus páginas. Seguro que se deja entender más claramente que yo en esta crítica. Si el lector pone algo de lo suyo y consigue escapar de los datos, por supuesto.
(Guillermo Ruiz Villagordo - La tormenta en un vaso).


Enfrentándose a fondo, pero sintéticamente, con la pluma del gran ensayista más que con la del académico, con la más alta crítica kafkiana –de Scholem a Benjamin, de Steiner a Baioni–, Álvaro de la Rica se adentra en este torbellino (contradictorio, indisoluble, esencial) de la interpretación kafkiana, en los círculos concéntricos que constituyen la obra de Kafka: el matrimonio, la ley, la víctima, el poder, la metamorfosis, la revelación. Él es muy consciente de que la investigación lingüística y literaria no puede asegurar un absoluto que permita descifrar las leyes de ese dinamismo circular, y que la primera necesidad, para el crítico, es la de no dejarse engullir por la energía de esos círculos, de esos remolinos. Lo consigue soberbiamente, componiendo un libro que consigue ser -en la interpretación de toda la obra, y especialmente en el cerrado duelo entre En la colonia penitenciaria y Ante la Ley- como un pequeño Talmud, comentario y narración, y consigue penetrar profundamente en ese texto sacro y camuflado que es la obra de Kafka.
(Claudio Magris).


A una buena novela histórica se le exigen tres premisas: personajes sólidos, documentación exhaustiva sobre la época y una trama interesante. Si a eso le añadimos un estilo brillante, de una belleza poética indiscutible, entonces nos encontramos ante una gran narración que supera y amplía el género. Esta novela cumple todos esos requisitos y lo hace con un inmejorable tono
épico y una prosa melodiosa y rítmica. Los apartados dedicados a la guerra están plagados de escena bélicas excelentemente narradas y de un gran rigor histórico. Cabe señalar, además, el detallismo en la descripción del vestuario de los aqueos y de los troyanos, de su modo de vida, de la parte mítica de los personajes -mezclada con naturalidad excepcional a la vida cotidana-, así como de la incidencia de los dioses y los oráculos en los avatares de su vida.
También es destacable la prosodia y la melodía macabra que el autor utiliza con extrema delicadeza para presentarnos una visión ritualista de la guerra.
Estamos, en definitiva, ante una novela que se lee de un tirón; una novela apasionada y apasionante. Lo mejor de la historia mítica griega aunada con la intrahistoria; la vida de dos hermanos gemelos que se aman y se odian a muerte. Los grandes temas de la literatura excelentemente tratados: el amor, la pasión, el odio, la ira, los celos, la guerra y los dioses. Un sofisticado coctel bien servido y aderezado, para el gusto de los amantes de la literatura.